¿Dónde están mis sueños?

Como cada lunes por la mañana, María Amargo se enjuagó la boca y maldijo la hora en la que empezó a tomar el medicamento que reposaba sobre el lavabo. Agarró el bote y vertió las pastillas en el retrete. Luego tiró rápidamente de la cadena, no fuera a arrepentirse: no todos los días se reúne el coraje para echarse a dormir de por vida.

Salió a dar un paseo desnuda, sin tomarse la molestia de vestirse. No quiso privarle a su cuerpo de la última vez que sentiría el roce de la brisa del mar y la calidez del sol. Tras interrumpir el tratamiento, apenas le quedarían doce horas antes de caer dormida. La medicación había tenido como objetivo retrasar el comienzo de su ciclo ovárico de manera indefinida. Se había pretendido así que fuera cada mujer, y no su reloj biológico, quien controlara cuando habrían de madurar sus óvulos. Era el último paso hacia un espejismo utópico: la vida dedicada al hedonismo proporcionado por la tecnología ya no iba a ser incompatible con la experiencia de sentirse madre. Cegados por tal sueño, se tardó en reconocer que aquel futuro maravilloso se tornaba en apocalíptica pesadilla. Cuando Gobiernos y autoridades quisieron reaccionar ya no quedaba ni una sola mujer en el planeta sin tratar.

El paseo marítimo no era tan desolador como el interior de las ciudades. En la playa no había ni tantos cadáveres ni tantas ratas, y las carcasas de las personas envejecidas se curtían tranquilamente al sol, sin más molestia que la de algún cangrejo carroñero. María fue de las últimas mujeres en comenzar a tomar las pastillas, una vez que pasó los treinta años, veinte después del implante subcutáneo. Cuando se espera vivir doscientos años, no ser madre antes de los treinta parecía algo más que razonable. Y el caso es que María nunca tuvo el deseo de ser madre ni la esperanza de vivir tanto. Sabía que moriría antes de despertar, como todas antes que ella. Lo que María desconocía era que se trataba de la última habitante del planeta, como nosotros desconocemos si, de haberlo sabido, en algo hubiera cambiado su decisión.

María no había dejado de tomar el fármaco para dejarse morir, sino para volver a soñar. Que al tomar el medicamento el cerebro entraba en la fase REM sin que se detectara actividad de sueño paradójico se conocía desde los primeros ensayos clínicos. La capacidad de soñar se recuperaba con la capacidad de ovular y jamás se le dio la más mínima importancia. En un mundo superpoblado nada podía eclipsar aquella manera tan sencilla de controlar la natalidad.

Nunca nadie obligó a María a tomar el medicamento, de hecho su madre jamás se trató. Todavía influenciada por una religión que ya nadie se tomaba en serio fue de las pocas  que renunciaron al tratamiento y quedó embarazada de María cuando la casi totalidad de las mujeres ya había decidido detener su ovulación. Así, María Amargo nació sola y se crió sin amigos, como una extraña en un paraíso de adultos. Nadie supo nunca entrar en su mundo de dragones y princesas espaciales, por eso se encontraba menos sola en el mundo de los sueños. Hasta que un día aquel mundo se desvaneció. Fue cuando tenía doce años, tras colocarle el implante subcutáneo. Después de ese implante vino otro y luego las píldoras de corta duración, pero María nunca dejó de soñar con soñar.

María llegó de vuelta a su casa poco antes de atardecer. Después de cenar se iría a dormir y, cuando lo hiciera, la única especie capaz de entender el porqué de los sueños iba a desaparecer de la faz de la tierra. Cuando ya no quedaba mujer alguna en el planeta que no llevara años controlando su ovulación, se descubrió que solo si el cerebro conseguía recuperar el tiempo que se le había privado del sueño paradójico, la mente podía regresar al plano consciente. El auténtico problema llegó años más tarde, cuando mujeres que acumulaban tantos años sin soñar dejaban de tomar el medicamento para poder cumplir su deseo de ser madres. Se sumergían entonces en un estado letárgico que alternaba largas fases de sueño paradójico con fases de vigilia de suma confusión. El tratamiento con estimulantes solo desencadenaba un incontrolable cuadro psicótico. La controvertida idea de usar a las mujeres aletargadas como incubadoras no llegó a producirse por la imposibilidad de la técnica: el ciclo hormonal estaba íntimamente relacionado con el circadiano. La única opción que parecía viable era esperar a que se recuperaban, pero ninguna acababa por completo de salir de aquel estado letárgico. Y al final ocurrió que las mujeres se dividieron entre quienes siguieron tomando el medicamento de manera indefinida para seguir conscientes y quienes se arriesgaron a entrar en un estado letárgico con la intención de despertar al cabo de los años. El caso es que el sistema sanitario no pudo asimilarlo y acabó por colapsar. En estas condiciones, a la humanidad envejecida solo le quedaba esperar a su extinción.

María se metió en la cama nerviosa, con un ligero hormigueo en el estómago y cerró los ojos para concentrarse en su encuentro con el sueño. Tarda en llegar y son multitud de recuerdos los que se agolpan en su mente. Con los hilos de tales recuerdos va a tejerse el sueño, que no acababa de llegar. Suspira profundo y nota su corazón latir. Sabe que acabará por pararse mientras esté soñando. No parecía importarle, al menos eso nos indicaba la sonrisa que iba apareciendo donde antes se encontraba una mueca. María se estaba durmiendo. Sus ojos comenzaban a moverse de lado a lado bajo sus párpados: ya estaba soñando. Eran los sueños atrasados de toda una vida. Soñaba como sueña una niña de doce años. Soñaba con castillos y laberintos, soñaba con dragones y princesas. Soñaba que reía y saltaba, soñaba que soñaba. Soñaba que era feliz y así la vamos a dejar, tranquila, no vaya a ser que se despierte.

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