Sí, huele a libertad. Traídos por el viento, se habían colado en la celda los aromas que ahora se ufanan en revolver sus recuerdos. Alguno de los funcionarios debió de dejarse abierto el ventanuco y por él continúan entrando olores de un mundo que creía olvidado. Huele a monte y a costa, a olas batiendo un lecho de hebras de azafrán, a espuma de tomillo y perejil y a láminas de ajo dorándose al sol de mediodía. Inspira como quien aspira a tocar el fondo de un mar profundo y aquel ente libre inunda como un bálsamo sus maltrechos pulmones. Tras la bocanada, el aroma impregna la sangre que entre latido y latido se refresca en los alveolos e impulsado por el torrente comienza a anegar los tejidos de su cuerpo. Lo primero que nota es una punzada en el corazón. Luego, un abismo que se abre en el lugar donde antes se encontraba su estómago. Finalmente, el aroma, que ya ha calado en los huesos y parece a punto de rebosar por los poros de su piel, le arranca una emoción de lo más íntimo y primario de su alma que amenaza con asomarse al exterior con una fuerza difícilmente controlable. Pero aguanta. Aguanta con rabia. Tensa las facciones de su cara tratando de ocultar lo que sucede dentro para que no lo vean los de fuera. Y aguanta con los puños cerrados la congoja que se agolpa en su garganta. Y aguanta con los dientes apretados las lágrimas que baten con saña las cuencas de sus ojos.
Llega entonces a sus oídos el compás de unos pasos que se acercan, unos pasos decididos, agudos, de mujer. Es un taconeo que más que oírlo lo siente en la piel y acelera el ritmo de los latidos de su corazón. Escucha tras un breve silencio el chirriar de unas bisagras y un golpe pesado y metálico que retumba en la planta. Se reanudan los pasos y solo tiene que cerrar los ojos para verla cruzar el umbral. Se estremece. De repente, a traición, le viene a la memoria la primera vez que ella le llamó por su nombre y, como aquella vez, se le eriza el bello del estómago. Ya no puede contenerse más y, con todo lo hombre que pretendía ser, es incapaz de reprimir un sollozo seco. Lo sofoca con una mano para que no lo oigan y se seca la humedad de los ojos con la otra. Mientras, el volumen in crescendo de las pisadas indica que están llegando. Pero en lugar de la música de tacón de aguja, lo que se escucha ahora es el sonido insidioso de un número indeterminado de botas de suela plana que se arrastran por el corredor. Por fin, los funcionarios se plantan delante de la celda y abren la puerta. Son varios, pero él solo tiene ojos para el que lleva la paella.
Permanece tirado en el catre, quieto, tratando de aparentar calma. Consigue que su rostro parezca esculpido en hielo, porque enmascarar emociones nunca fue un problema para él. Solo sus ojos le acaban por traicionar al moverse allá donde se mueve la paella. “Tranquilo, que no nos la vamos a comer”, dice uno. El muy gracioso, el muy gilipollas. “Si tocas un solo grano de arroz te desuello los cojones a dentelladas”; lo piensa, pero no se lo dice. Hubo un tiempo en que se lo hubiera soltado sin reparos, ya que sus pelotas siempre habían estado por encima de dioses, de patrias y de banderas. Él era un tipo de sangre caliente, impulsivo, de los que pensaba que la reflexión es siempre enemiga de la acción. Pero ella le enseñó a morderse la lengua. Y ahora le duele de tanto apretarla entre sus dientes. No podía permitirse el lujo de caer en la provocación de un cretino cualquiera y que se fuera todo al garete. Desde que le encarcelaron, solo había podido verla una vez. Bien que se escornó su padre para que fuera la última. Ya se lo advirtió ella ese día. Pero también le dijo que no se preocupase, que ya se le ocurriría algo. Ese algo lo tiene ahora delante de él.
“Agustín”. No fue un grito, ni una pregunta, ni un lamento, o quizás lo fue todo a la vez, pronunciando su nombre con ternura, con preocupación, con resignación. Salta del catre como un resorte. “Ana”, y su voz se estrella contra la pared de la celda. “Que se me ha olvidado ponerle el limón –ahora su voz se ahogaba en un quejido–, con lo que a ti te gusta echarle limón, hombre”. “No importa, de verdad que no importa”. “Cómo no va a importar, no me jodas, Agustín –ahora hablaba entre sollozos–, si tu siempre has dicho que sin el toque del limón no es lo mismo… ¡Que me soltéis, hostias!, que no me voy hasta que no le llevéis el limón a Agustín… Pero cómo que no me dejáis llevarle el limón… Agustín, que estos cabrones no me dejan llevarte el limón… ¡Que no me toques!… pero cómo se puede ser tan hijo de la gran puta, que es un limón. ¡Suelta!… por favor, dejadme que le lleve el limón… por favor… por favor…”, su voz, confundida en un llanto, pierde fuerza, por el agotamiento, por la distancia.
Está encerrado en la celda, solo, en silencio. Delante de él una paella preciosa: la más bonita, la más elegante, la de mayor gracia y mayor salero de todas cuantas ha visto en su perra vida. Lo primero que llena su vista es el color amarillo-dorado de los granos de arroz, que han absorbido las esencias del azafrán y del aceite de oliva. Cierra los ojos y se imagina aquellas manos elegantes y castigadas por el trabajo sofriendo el grano con la cuchara de madera de una manera firme, suave y casi sensual. Vuelve a abrirlos, y su mente, llena de cuerpo de mujer, cree ver un despliegue de lubricidad en aquel recipiente. Pimientos rojos como labios pintados con carmín; pechugas bronceadas y firmes y almejas entreabiertas para llenarse de granos de arroz. El tener delante de él todos aquellos ingredientes que habían hervido en un caldo marino y que habían retozado al son del hervor le hacen recordar de nuevo el cuerpo de Ana, su rostro y sobre todo sus manos. Qué manos había tenido siempre: manos de gran artista en su pequeño mundo. Porque no había duda de que lo que tiene ante sus ojos es una obra de arte además de un acto de amor. Ya no puede resistirse más, y se lleva a la boca una de aquellas almejas que no habían dejado de incitarle y provocarle desde que asomaron por la celda. El primer contacto de sabor es brutal, algo para lo que no estaba preparado. Esa bocanada de mar fresco, mezclada con campo y con montes es demasiado para su estado de ánimo. Es como llevarse a la boca un pedacito de la libertad que le habían estado negando. Cada nuevo bocado es como volver a nadar, volver a correr por los montes, volver a vivir. Como es incapaz de retener tanta lágrima acumulada, estas acaban por rebosar la cuenca de sus ojos y ruedan por sus carrillos para caer sobre la paella, dándole un punto de sal inesperado. Sigue comiendo entre sollozos. Cada bocado acompaña un recuerdo feliz y cada recuerdo feliz acompaña una lágrima amarga. Bocados que ya no volverá a probar, historias que no volverá a vivir, ni a contar, ni siquiera a recordar.
“Es la hora”, dice una voz que le hiela el alma. A pesar de que siente frío, el sudor comienza a manar por cada poro de su piel. Las pocas fuerzas que le quedan comienzan a esfumarse y al ir a incorporarse se da cuenta de que no puede de lo mucho que le tiemblan las piernas. Por eso no contesta, para que no escuchen su voz temblar, para que no noten que ha estado llorando. Cuando el chasquido del cerrojo le indica que están abriendo la puerta, se seca rápidamente los ojos con el dorso de una mano. Con la otra rebaña el poco arroz que queda pegado a la paella y se lo lleva a la boca. Aunque ya frío y con un sabor ligeramente metálico, todavía es capaz de transportarle más allá de aquella celda triste y plomiza. Recupera el ánimo y la entereza justo antes de que por la puerta se asome el funcionario de prisiones. “¿No me has oído?”. “Alto y claro, cabrón”. Normalmente se hubiera llevado una paliza o un par de hostias o al menos un sopapo. Pero el funcionario se siente intimidado por aquella sonrisa burlona, por aquel brillo en la mirada. Así, cuando Agustín se incorpora, parece agigantarse de tal manera que el funcionario recoge instintivamente el pie que ya había puesto dentro de la celda. “Pues vamos”, dice el funcionario fingiendo un temple que no tiene. Cuando Agustín sale de la celda hay seis guardias esperándole, pero ni siquiera el número los hace valientes. Le rodean, pero no se atreven si quiera a tocarle, como si un aura le protegiera de aquellos seres menores. Y es que Agustín camina digno, orgulloso, sereno y mirándole a los ojos a la Muerte.
La Muerte le espera apoyada en un poste, impaciente, frotándose sádicamente las manos. El verdugo, sin embargo, le espera con rostro cansado, fumándose un cigarro y mirando el reloj como quien espera el tren. Cuando el verdugo le ve llegar le da un repaso rápido con la mirada y calibra el contorno de su cuello de un vistazo. En ese momento la Muerte deja de frotarse las manos, se acerca y comienza a acariciarle la nuca, porque es por ahí por donde va a entrar el tornillo de hierro que acabará con su vida. Si tiene suerte, el metal presionará la vértebra cervical de tal manera que la dislocará limpiamente de la columna. De no ser así la Muerte se tomará su tiempo, y eso significa asfixia, sufrimiento y una lucha sin sentido contra lo inevitable. Ahora la Muerte no está sola, sino acompañada por el Dolor, por el Miedo y por la Agonía, que también quieren tener su parte en esta farsa. Entre los cuatro le despojan del aura de dignidad, que cae a sus pies en forma de orín. Ya no es el hombre que no tiembla ante nada, sino el niño asustadizo que se meaba en la cama en las noches de tormenta. Le sientan en la silla y le colocan el collar de hierro. La sensación del frío del metal alrededor de su cuello se une a la incómoda sensación de humedad que recorre la cara interna de una de sus piernas. Al mirar el reloj que tiene enfrente, viene la angustia de saber que le queda un minuto de vida y la desesperación de no saber qué hacer con él. Cierra los ojos pero los vuelve a abrir al instante. Intenta traer algún recuerdo a su mente, pero toda imagen bonita es aplastada por la visión de un tornillo que se acerca implacable a su nuca. Empieza a mirar nerviosamente para todos los lados, como si hubiera perdido el juicio. Pero sigue sin pensar en nada. Baja la vista y se ve las manos esposadas e inútiles. Se frota las palmas con los dedos, aprieta los puños y las vuelve a abrir con violencia. Inspira profundamente y abre la boca como si fuera a decir algo, pero luego la cierra y aprieta las mandíbulas con fuerza. Y es entonces cuando nota algo raro entre sus dientes. Con la punta de la lengua explora la zona de donde viene la inusual sensación. Efectivamente, un grano de arroz de paella se ha fortificado en la muela del juicio inferior derecha. Y entonces comienza una dura batalla con dos frentes abiertos y claramente definidos. Por un lado está rodeado por el metal y acosado por un tornillo que avanza al encuentro con su piel. Por otro lado está un grano de arroz atrincherado en una cavidad molar que se resiste a toda incursión de la lengua. Al acompañar las contorsiones musculares con unos inútiles ladeos de cabeza, como tratando de buscar un ángulo mejor, desobedece el único consejo que el verdugo le había dado: “Ahora, por el bien de todos, no te muevas y todo será más rápido”. El grano de arroz se resiste tenazmente ya que la lengua no encuentra el menor resquicio por el que pueda hacer palanca. Mientras tanto el hierro ya ha hecho contacto con la carne, pero al tener la cabeza ligeramente ladeada, la punta, en lugar de empujar la vértebra, empieza a resbalar por la apófisis. El avance del tornillo se detiene unos instantes: “A ver si me le podéis sujetar la cabeza un poquito, que si no le entra bien a la primera luego no veas lo que tardan en morirse”. Ese receso lo aprovecha para llevarse las manos a la boca, pero el avance es retenido bruscamente por la mano del funcionario. Si tan solo pudiera levantar el grano de arroz con la uña. Es en lo único que piensa. Y entonces hay un extraño forcejeo entre sus manos esposadas y la mano del funcionario que, incapaz de adivinar sus intenciones, mira atónito al condenado. La Muerte, que se había vuelto a quedar sola, también mira con la curiosidad del ser eterno que se da cuenta de que todavía no lo ha visto todo. Consiguen sujetarle la cabeza, pero no pueden impedir que sus manos se acerquen a su boca, arrastrando la mano del funcionario a escasos milímetros de sus dientes. Tras media vuelta de tuerca más, la punta del tornillo se detiene justo antes de desplazar horizontalmente la vértebra cervical. Es entonces cuando el Miedo, el Dolor y la Agonía ven desde la distancia como, tras morderle la mano al funcionario, Agustín puede dirigir la uña de su dedo índice hacia donde la punta de la lengua tenía arrinconado el grano de arroz. Justo antes de que otra media vuelta de tuerca rompa toda conexión entre la cabeza y el cuerpo, Agustín puede enganchar con la punta de la uña el grano de arroz, y abre un punto débil en su defensa. La lucha apenas dura un instante porque su mano cae mansamente al romperse toda comunicación con el cerebro. Sin embargo, la acción kamikaze de la mano da pie a la lengua para que, aprovechando el resquicio abierto por la uña, pueda liberar finalmente el grano de arroz. Una fracción de segundo antes de que la Muerte decida que ya ha tenido bastante, le llega a Agustín el triunfo de saborear de nuevo la vida en forma de grano de arroz. Porque morder ese grano de arroz fue como volver a nacer. Porque el agua viajera que absorbió el arroz ya estuvo antes protegiendo algún embrión; porque la luz caliente que le alumbró al nacer es la misma que arropa hojas y tallos; porque la tierra a la que fue a parar es la misma que nutre a la planta. Y en ese instante eterno vuelve a nadar entre olas, vuelve a sentir la luz del sol y a correr por los campos y, ya desnudo, vuelve a fundirse en un abrazo con la persona que le había enseñado a ser feliz: Ana.
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